Ana Portnoy
En su conquista del mundo conocido, Alejandro Magno llegó a Jerusalén, capital del reino de Judea y bajo dominio persa. Registrada tanto en el Talmud como por Flavio Josefo, el historiador del siglo I, la historia cuenta que el rey macedonio fue recibido por el Sumo Sacerdote por lo que la conquista de Jerusalén fue pacífica, respetando el conquistador tanto el sagrado templo como la religión y las costumbres judías. Como conmemoración, todos los primogénitos nacidos en esa época recibieron el nombre de Alejandro.
Al dividirse el imperio alejandrino a finales del siglo IV aC., Judea quedó en manos del reino ptolemáico -Egipto- durante más de un siglo. Sin embargo, en el año 198 fue conquistada por los seléucidas de Asia Menor quienes respetaron la disposición de Alejandro hasta que el rey Antíoco IV Epifanes se propuso la forzada conversión de los judíos a la religión griega erigiendo en el Templo de Jerusalén una estatua de Zeus y obligando a los sacerdotes israelitas a que le hicieran sacrificios al tiempo que prohibieron la circuncisión.
Contra estas disposiciones los Macabeos iniciaron una revuelta en el año 165 aC. que a pesar de la desventaja númerica triunfó logrando la independencia del reino de Judea. El pueblo judío conmemora con la festividad de Janucá este triunfo que restableció el culto monoteísta.
Las velas de la Janucá, un anhelo para nuestros tiempos
En la festividad que se lleva a cabo entre los meses de noviembre y diciembre se utiliza un candelabro de ocho velas colocadas a la misma altura y una más alta , el Shamash, por medio de la cual se encenderán las demás recordando el milagro de un jarrito con aceite puro suficiente para iluminar el templo de Jerusalén durante un día pero que duró ocho, tiempo suficiente para elaborar más y purificar el templo. El primer día de la fiesta se enciende una vela, el segundo dos y así durante ocho días. Janucá significa reinauguración y se refiere a la nueva consagración del templo para el culto de Dios.
En los tiempos tumultuosos en los que vivimos, al encender las velas podemos darles un nuevo significado que expresen nuestro anhelo para que la luz despeje las tinieblas. De tal manera el Shamash es como un vigía, el faro que alumbrará a las otras.
La primera vela de las ocho representaría Briut, la salud, a través de la cual podemos disfrutar todos los demás dones que Dios nos concede: salud física y espiritual, salud personal y colectiva.
La segunda vela, Jerut, refiere a la libertad, agradeciendo que vivimos en un país libre en el que gozamos de libertades que otros pueblos tienen restringidas: libertad de pensamiento, libertad de asociación, libertad de cultos, libertad de expresión.
La tercera vela es Soblanut, respeto y tolerancia ante la diversidad, que nos recuerda las palabras del Benemérito de las Américas: “Entre los individuos como entre las naciones el respeto al derecho ajeno es la paz”.
Tzdaká, ayuda al prójimo, sería la cuarta vela. ¿Qué somos, si sólo somos para nosotros? Nos enriquece más el dar que el recibir, el compartir que el exigir. Dar ayuda material, pero también dar apoyo moral.
La quinta vela es Hakarat todá, gratitud, reconociendo que no vivimos solos ni que nos podemos sostener exclusivamente por y para nosotros mismos. Agradecemos al Creador por todas sus bendiciones y a quienes nos rodean por enriquecerlas con su presencia y compañía.
Ajdut, la sexta vela implicaría unión. Bien lo dice el salmista, “Hine ma tov umanaim, shevet ajim gam yajad” -Qué buena y que agradable la unión entre los hermanos-.
Shalom –paz-, la séptima vela. Paz personal y paz universal. Que éste sea nuestro deseo en conjunto.
La última vela: Tikvá, esperanza. En estos tiempos turbulentos que ella sea la luz que nos ilumine.