
Vladimir Putin ha dicho más de una vez que es el heredero de un milenio de historia. El Zar posmoderno de Rusia, con sus condecoraciones de hojalata y rostro botoxeado. Tal como apareció en la portada de The Economist a principios de noviembre: oculto tras el mito de que su legitimidad trasciende a la revolución de 1917, y se pierde en el tiempo.
Stalin admiraba a Iván el Terrible, Putin ha tenido la prudencia de no ponerle nombre a sus héroes imperiales. Ha hecho bien. No tiene la estatura de los grandes gobernantes del pasado. No le llega, literalmente, ni a los talones a Pedro el Grande, ni a los tacones a Catalina II. Tampoco comparte su objetivo histórico: convertir a Rusia en parte de Europa.
Se parece, si acaso, a Alejandro III (y sus asesores, al tétrico Pobedonostsev, la eminencia gris del Zar). Ellos, como Putin y sus hacedores de imagen e idearios, eran profundamente conservadores. Pregonaban el retorno a la gloria y los valores del pasado (Alejandro, a los años dorados de principios del 19; Putin a la Unión Soviética).
Tan temeroso como Putin de cualquier protesta popular y dispuesto a echar mano de cualquier medio para mantener a la sociedad desmovilizada (la cárcel, el exilio o la muerte), Alejandro III se adelantó al Zar de hoy, restringió la libertad de prensa, centralizó la administración (la famosa vertical del poder de Putin), y usó el racismo como catalizador para unir a la sociedad.
Por último, fundó en 1881 un cuerpo de policía secreta, la Ojrana, que es la madre y maestra de las organizaciones que, con distintas siglas, han reprimido a la sociedad rusa y promovido los intereses del país en el mundo.
La especialidad de la Ojrana era reclutar y entrenar a agentes dobles que luego infiltraba en las organizaciones de oposición en Rusia y en el extranjero.
Es el origen de la KGB, donde se formó Putin, y del sofisticado espionaje en el exterior que culminó con la intervención rusa en las elecciones del 2016 en Estados Unidos.
Los soviéticos copiaron el modelo: sus Embajadas eran representaciones diplomáticas y, a la vez, centros de propaganda y de espionaje.
El cultivo de «moles» -como bautizó Le Carré a los agentes dobles- de la KGB fue tan eficaz como el de la Ojrana. En Gran Bretaña, colocaron agentes hasta en la cúpula de los cuerpos encargados de la seguridad interna y exterior: el M15 y el M16. Y en Estados Unidos, en los años 80, tenían, de menos, un mole en el FBI y otro en la CIA.
Vladimir Putin, que más que un Zar es la encarnación de la KGB (FSB desde 1995) en el poder, recogió la larga experiencia subversiva de los servicios de inteligencia rusos y los fortaleció.
En su primer año de gobierno elevó los salarios de los militares y los cuerpos de seguridad en un 20 por ciento y les dio un amplio margen de libertad de acción dentro y fuera de Rusia. El objetivo era y es debilitar a los países y organizaciones que considera una amenaza para el territorio y la seguridad de Rusia y, también, asegurar la supervivencia de la cleptocracia autoritaria que encabeza.
En el 2009, cuando Putin ni siquiera usaba una computadora, Vladislav Surkov -el Pobedonostsev que lo asesora- intuyó la importancia propagandística de las redes: un medio más barato y directo que los agentes para desinformar a los votantes dentro y fuera de Rusia, por encima de cualquier control democrático.
Surkov empezó a contratar blogueros, a invertir en las nacientes redes en Rusia y en Estados Unidos. Para entender y usar las redes, Yuri Milner, un empresario al servicio del Kremlin, cuenta Julia Ioffe en The Atlantic, compró 5 por ciento de Facebook.
En unos años, Moscú reclutó un ejército de hackeadores, bots y trolls, que a más de apoyar a la ultraderecha en Europa para fragmentar a la Unión Europea, ayudaron a llevar a Trump a la Casa Blanca. Subieron decenas de miles de anuncios, mensajes y videos, que repetían en el mismo tono del alt-right, el racismo, la misoginia y el nativismo que decidió la elección.
De acuerdo con Facebook, la propaganda rusa en su red le llegó a 126 millones de estadounidenses, el 40 por ciento de la población.
Los hackers rusos son sólo parte de quienes pueden usar la información que recogen las redes para alterar el resultado de las elecciones en el 2018 en México. El País necesita una agencia que imponga transparencia y un electorado informado.
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