Reflexiones en torno al centenario de la Revolución Mexicana

Centenario

Carlos Fuentes

Reforma , México D.F., 22 de noviembre de 2010 Pág. 23A.

México conmemora hoy los cien años de una revolución iniciada en 1910 y por eso anterior a las revoluciones siguientes en Europa, Asia, África y la propia América Latina.

La Revolución Mexicana arranca el 20 de noviembre de 1910, contra una dictadura personal, la de Porfirio Díaz, de treinta años de duración y revive, por un momento, a todas las fuerzas críticas, descontentas, anhelantes del país ignorado por la dictadura, encabezadas por el llamado Apóstol de la Revolución, Francisco Madero.

La Revolución pone en movimiento a un país aislado. A unirlo, a reconocerlo, vienen:

Del Sur Emiliano Zapata, el jefe campesino, reclamando «Tierra y Libertad».

Del Norte, Pancho Villa, «el centauro», liberando pueblo tras pueblo del latifundio y el agio.

De Sonora Álvaro Obregón, un general que trae en la mochila las esperanzas aplazadas de una clase media naciente.

De Coahuila el patriarca Venustiano Carranza, con el propósito de poner las leyes por encima de las armas, como lo logra la Constitución de febrero de 1917.

Todos unidos contra el anciano dictador Porfirio Díaz, primero, en seguida contra el usurpador, Victoriano Huerta, asesino de Madero, en 1913.

Unidos todos contra la dictadura, vencida la dictadura, todos se separan por lo que el joven tribuno de la Revolución Francesa, St. Just, llamó «la fuerza de las cosas», «La force des choses» que nos lleva, añadió St. Just -un adolescente con aureola fúnebre, según Michelet- que nos lleva, acaso, a resultados que no habíamos imaginado.

Obregón y Carranza contra Villa, Carranza contra Zapata; Obregón contra Carranza. La fuerza de las cosas separa, enfrenta, da poder y lo arrebata, derrama sangre y trastorna sociedades. Asciende toda una nueva clase, como se decía antes, «emanada de la Revolución».

Se otorgan leyes para los trabajadores, reforma agraria para los campesinos, oportunidades nuevas para la clase media.

La Revolución educa: José Vasconcelos, ministro del Presidente Obregón, encuentra un país con ochenta por ciento de iletrados. Manda maestros al campo. Muchos profesores son asesinados por los terratenientes o regresan sin nariz, sin orejas, atrozmente mutilados.

Al mismo tiempo, Vasconcelos entrega los muros públicos a los artistas; edita libros y publica a los clásicos.

-¿Homero para un país de analfabetas? -se le critica-.

-Sí. -Contesta Vasconcelos- para el día en que aprendan a leer y escribir.

La Revolución reparte la tierra: se acaba el latifundio, renace el ejido comunal, se apoya la pequeña propiedad: sólo Lázaro Cárdenas, entre 1936 y 1940 reparte 18 millones de hectáreas entre los campesinos.

La Revolución industrializa a México. La nacionalización del petróleo por Cárdenas en 1938 impulsa el crecimiento industrial.

La Revolución pacífica a México. Entre 1936 y 1950, los últimos caciques desaparecen, secuestrados por la nueva urdimbre institucional.

La Revolución da lugar a una clase media postergada por la dictadura de Díaz y alentada, ahora, por la educación, la reforma de la tierra, las nuevas industrias.

La Revolución abre las puertas a una nueva burguesía industrial, financiera y política que asume el mando de un país de oportunidades abiertas pero de votos cerrados.

El partido de la Revolución, el Partido Revolucionario Institucional, ejerce el poder continuamente durante setenta años.

Es tolerado porque es una institución nacida de la Revolución y las revoluciones se legitiman a sí mismas. Es desafiado por otros partidos, otros movimientos -religiosos, de derecha, el Partido Acción Nacional; de izquierda, el Partido Comunista. Nadie tiene la legitimación, el origen temprano, la obra renovadora de la Revolución en el poder: la Revolución sin democracia.

Una revolución crítica y criticada, sin duda.

Desde el centro mismo de la lucha, en 1915, Mariano Azuela publica la novela Los de Abajo, un desencantado lamento por la Revolución que, como una piedra arrojada al vacío, ya nada la detiene.

Martín Luis Guzmán escribe, apenas bajado del caballo, Las memorias de Pancho Villa y montado en el corcel del exilio, La sombra del caudillo, prosa límpida para los hechos más oscuros de la política.

Pero es la política misma de la Revolución la que le entrega las paredes públicas a quienes critican a los gobiernos que encargan las obras: Diego Rivera pinta un estado de colisión y engaño, Orozco a la justicia como prostituta carcajeante.

Hay, sin embargo, líderes encarcelados, sindicatos amordazados, prensa manipulada, favores dados, gratitudes demostradas. Pero la Revolución, por ser revolución, mantiene su legitimidad, sus logros, su perfil de independencia internacional frente al vecino norteamericano, refugio de republicanos españoles y luego de exilados sudamericanos, y aun de víctimas del macartismo.

Y un día la legitimidad revolucionaria se perdió.

Ese día, el 2 de octubre de 1968, el gobierno atacó una manifestación pacífica de estudiantes, mató a jóvenes mexicanos que estaban en Tlatelolco porque se habían educado en las escuelas de la Revolución y allí aprendieron los valores de la tierra y el trabajo, del esfuerzo social y de la primacía de la ley, los valores de la democracia que ahora, al manifestarlos, recibían la respuesta de la muerte.

Hago hincapié en los eventos de 1968 porque en ese momento los gobiernos de México perdieron su legitimidad revolucionaria, intentaron recuperarla de modos diversos, no lo lograron y en 1999, agotada la épica de la Revolución, se inició la saga de la democracia. En gran medida por su fuerza acumulada, en parte por la inteligencia del último presidente priísta, Ernesto Zedillo, la oposición de derecha llegó al poder. La oposición de izquierda se reorganizó. El partido en el poder perdió el poder pero todos obtuvieron representación en el Congreso, en la prensa, en las gubernaturas de los estados, en la opinión y en la manifestación. Pero hubo una trágica coincidencia: la democracia plena se estableció en México al mismo tiempo que el crimen organizado se extendió por una parte del país.

El narcotráfico, condenable en sí, duplica su peligrosidad porque opera en un país, México, cuya juventud, la mitad de nuestros habitantes, no rebasa los treinta años de edad. Son seducibles. El camino fácil tienta más que el difícil. La pobreza aumenta a las organizaciones criminales.

Por eso hoy, recordando la Revolución del pasado, es importante que respondamos con la revolución del presente.

No una revolución armada, como la de 1910-1921, sino una revolución política, ciudadana, exigente en el cumplimiento de la aplazada Agenda Nacional y que implica abandonar la comodidad de nuestros rubros de ingresos en crisis -turismo, petróleo, trabajo migratorio- por la exigencia de crear trabajo en México y de crearlo renovando infraestructuras envejecidas, puentes y carreteras, puertas y hospitales y escuelas, guarderías y comunicaciones, y renovación urbana.

Respuesta creativa, salto adelantado, suma de esfuerzos, rescate y horizonte para la juventud trabajadora.

¿Hay manera más cierta, más creativa, más responsable, de conmemorar nuestro pasado como garantía de nuestro porvenir?

Cien años.

Jaime Sánchez Susarrey.

El Norte, Monterrey, N.L., 20 de noviembre de 2010. Pág. 10A.

1. El porfiriato no fue el páramo de la dictadura. Porfirio Díaz practicó una especie de bonapartismo. Se situó por encima de conservadores y liberales. Fue su estrategia para conjurar el riesgo de guerra civil. Los 30 años de estabilidad conllevaron progreso económico y social. ¿Habría sido posible otra vía? ¿Era viable la victoria definitiva de los liberales sobre los conservadores y el desarrollo de un mercado nacional, tal como proponía Juárez en los tratados McLane-Ocampo? Tal vez. Pero no fue el caso. El hecho es que el Estado nacional se consolidó durante y bajo el porfiriato.

2. Francisco I. Madero derrocó al antiguo régimen a medias. Porfirio Díaz se fue por su propio pie sin ofrecer mayor resistencia. Aplicó al revés la máxima imaginaria de Fidel Velázquez: a balazos llegamos y sólo a balazos nos iremos. No hubo, en consecuencia, grandes batallas ni derramamiento de sangre. La caída de Madero inició con la rebelión zapatista apenas dos semanas después de su toma de posesión. Victoriano Huerta completó la tarea 13 meses más tarde. La consigna del sufragio efectivo quedó, a partir de 1913, archivada por más de siete décadas.

3. El Constituyente de 1917 no dio un paso adelante. La Constitución de 1857 es más sobria, breve y liberal. La de 1917 es barroca y confusa. El artículo 27 constitucional -considerado la joya de la corona- es premoderno. Erige una entelequia, «la nación», en el propietario original de las tierras y las aguas por encima del individuo y sus derechos. Molina Enríquez tomó esa idea del derecho colonial que reconocía al rey como el propietario original de tierras y aguas de la Nueva España. Fue un retroceso. Detrás de esa entelequia está la realidad real que no virtual, es decir, la clase política y la burocracia rigiendo vidas y haciendas.

4. No hay continuidad entre la Independencia (1821), las Leyes de Reforma y la Revolución de 1910. La Independencia la consumaron los criollos y proclamaron la religión católica como la única y universal sin tolerancia de otras. Las Leyes de Reforma establecieron la separación definitiva Estado-Iglesia a contracorriente de ese «nuevo orden» y garantizaron la libertad de cultos. La Constitución del 17 es una amalgama de principios liberales, tesis premodernas -colectivistas- y un recetario de promesas, que van desde el derecho a la vivienda hasta el derecho a la felicidad absoluta.

5. Jamás hubo un movimiento revolucionario único. Madero, Zapata, Villa y Carranza no son expresiones diversas de un pueblo en movimiento. Por eso sus tensiones y contradicciones se resolvieron por las armas. Tampoco existe una continuidad entre Calles y Cárdenas. El primero tenía una visión individualista, próxima al liberalismo. El segundo organizó y fundó el presidencialismo y el corporativismo. La cohesión del priato a lo largo de siete décadas fue consecuencia del pragmatismo. El PRI no era un partido en el poder, sino el partido del poder. Así nació «la familia revolucionaria».

6. Frente al discurso del poder no hubo una alternativa liberal. El mejor ejemplo lo constituye José Vasconcelos. Su admiración por Franco y Hitler, así como su integrismo católico, odio por los liberales y todo lo que oliera a Estados Unidos están más que documentados. Ese temple conservador está, con diversos matices, en Acción Nacional.

7. Tal vez por eso el PAN ha sido incapaz de crear una crónica alternativa de la historia nacional. ¿Qué es lo que reivindicaría? ¿El imperio de Iturbide y la proclamación de la fe católica como la única universal y verdadera? ¿El antijuarismo que se opuso a la desamortización de los bienes de la Iglesia, al registro civil de matrimonios y defunciones y a la libertad de cultos? ¿La simpatía por el franquismo para contener el avance de los republicanos ateos y los rojos comecuras?

8. La izquierda está atrapada en su laberinto de nostalgia y negación. López Obrador encarna perfectamente esa añoranza. Las fechas de referencia no son los años 30, sino los 70. El estatismo populista de Echeverría y López Portillo. Se trata, en sentido estricto, de un programa conservador y reaccionario. Del otro lado están las corrientes «socialistas» que no se encuentran a sí mismas o que son incapaces de liberarse del yugo pejista.

9. Los priistas, por su cuenta, padecen una esquizofrenia severa. Su mejor aporte a la entrada de México al siglo 21 fueron las reformas de Miguel de la Madrid, Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo. Transitamos, así, de un sistema autoritario, proteccionista y estatista a un régimen plural y de libre competencia. No hubo sangre ni rompimiento. ¿Falta mucho por hacer? Sin duda. Pero es imposible negar los avances. ¿Cómo explicar, entonces, que los mismos priistas descalifiquen a De la Madrid, Salinas y Zedillo como demonios neoliberales y se hayan convertido en el principal obstáculo para completar la agenda de reformas pendientes?

10. La tragicomedia mexicana está en que ni la derecha (de tinte católico autoritario) ni la izquierda (marxista-revolucionaria o amlista nostálgica) ni el priismo (nacionalista revolucionario) tienen un temple liberal. Los mejores y más lamentables ejemplos están a la vista. La contrarreforma electoral de 2007 es uno. La mimetización de panistas y perredistas con prácticas, usos y costumbres priistas es otro.

Cien años. La familia revolucionaria ha muerto. Ahora estamos ante una sociedad anónima que rigen los tres principales accionistas. El poder del prianprd se expande lo mismo a Pemex que al IFE. Pese a las diferencias y contradicciones, son todos para uno y uno para todos.

Cien años.

Carmen Aristegui F.

El Norte, Monterrey, N.L., 19 de noviembre de 2010. Pág. 9A.

Mañana México conmemora el Centenario del inicio de la Revolución. Una fecha que remueve y que llega a las fibras más sensibles de la idiosincrasia nacional. Se identifica al 20 de noviembre como la fecha en que inició el fin de un régimen dictatorial. En el Plan de San Luis, proclamado desde San Antonio, Texas, Francisco I. Madero llamaba a sus conciudadanos a tomar las armas, arrojar del poder a los usurpadores, recobrar los derechos de hombres libres y recordar a los antepasados que legaron una herencia de gloria que no se podía mancillar: «Sed como ellos fueron: invencibles en la guerra, magnánimos en la victoria. Sufragio efectivo, no reelección».

Cien años después, la justicia social y la democracia, los ejes fundamentales de los impulsos revolucionarios, siguen siendo, sin duda, asignaturas pendientes en la realidad nacional. Las varias interpretaciones sobre el verdadero alcance de la Revolución, sobre sus causas y sus consecuencias, circulan, como es natural, profusamente en estos días. Hay quien dice que ni siquiera existió. Hay quien plantea la necesaria revisión de la figura de don Porfirio, y quien pide que se permita que sus restos sean enviados a territorio nacional para que descansen «en el México que tanto amó». Tal y como lo afirma Lorenzo Meyer -quien recibió esta semana, merecidamente, la Orden Isabel la Católica que otorga el gobierno de España y se le reconocerá mañana con el Premio Daniel Cosío Villegas 2010, por su trayectoria en investigación histórica sobre el México Contemporáneo-: «Cada quien debe elegir entre la indiferencia frente al tema o adoptar la visión que más le cuadre, la que mejor le ayude a entender las circunstancias del País y las suyas propias».

Cierto es, como dice Lorenzo, que no hay -ni puede haber- una interpretación única de la Revolución Mexicana y, en general, de los hechos históricos, pero en este tema hay coincidencias básicas en las interpretaciones que permiten reconocer en la Revolución, en sus momentos, en sus caudillos y en su enorme iconografía, elementos clave de la construcción de una identidad nacional y de un elemental sentido de pertenencia entre los que habitamos esta nación.

Algunos preferirían que no fuera así. Se asocia una historia oficial sobre la Revolución, contada por décadas de cierta manera, a la permanencia de siete décadas del partido que lleva en su nombre la muy singular contradicción: Revolucionario Institucional. Tal vez por eso desde algunos ámbitos del Gobierno federal -hoy panista- se ha pretendido descafeinar a los festejos de la Revolución. Tampoco está el horno para bollos, dirán.

La implacable fuerza de los ceros no es un asunto cualquiera: 1810, 1910, 2010. Para apreciar el adelgazamiento oficial en la iconografía revolucionaria, baste recordar la chunga en la que derivó lo del Coloso del Bicentenario u observar el espectáculo montado por el Gobierno federal en el Zócalo capitalino llamado «Yo, México». En un prodigio de tecnología y de iluminación se va contando, de forma dispareja, algunos capítulos de nuestra historia nacional. A menos que quien esto escribe se haya distraído, no se ve ahí, por ningún lado, a la Revolución. Ni un Villa ni un Zapata en los muros iluminados. Mañana, como sea, conmemoraremos el inicio de una costosa e importante revolución que, sabemos, quedó inconclusa o sus causas insatisfechas.

Lo que se recuerda tiene que ver con la vertiente revolucionaria que reivindicaba el respeto al voto y a la democracia. Madero, candidato presidencial del Partido Nacional Antirreeleccionista, convocaba al levantamiento armado para derrocar al Gobierno de Porfirio Díaz y establecer en México elecciones libres y democráticas. Incorporaba también en el Plan de San Luis reivindicaciones campesinas para la restitución de tierras quitadas por los hacendados. La proclama que ahora recordamos significó el punto de partida para el surgimiento de irrupciones armadas, que derivaron en la renuncia del dictador y después en cruentas batallas conducidas por Zapata, Villa, Carranza y otros héroes revolucionarios que postulaban diferentes reivindicaciones. La Revolución costó la vida a cientos de miles de personas -un millón de muertos, reza la historia oficial-.

A la memoria de todos ellos y para reconocer a los héroes anónimos, a los caudillos y a los procesos que desataron y que, para bien y para mal, definieron los ejes del México contemporáneo, es que el Centenario de la Revolución debe ser, en serio y con amplitud, conmemorado.

La Bola

Sergio Sarmiento.

El Norte, Monterrey, N.L., 19 de noviembre de 2010. Pág. 8A.

«Igual que se abandonó el monumento, se abandonó la revolución».

Marcelo Ebrard

Durante buena parte del siglo 19, mientras crecía fuertemente la población de Estados Unidos, la de México se mantuvo estable en alrededor de 8 millones. Esto fue en buena medida consecuencia de una declinación del ingreso real per cápita de 11 por ciento entre 1820 y 1870.

El Gobierno de Porfirio Díaz que empezó en 1877 significó el primer periodo de expansión económica del México independiente. Díaz logró evitar los golpes de Estado y el bandolerismo que habían marcado la vida del País. Promovió, además, la inversión nacional y extranjera. El resultado fue una expansión económica muy importante que contrastaba con la declinación del medio siglo anterior.

La prosperidad se reflejó en el primer crecimiento demográfico de México desde la conquista. Al comenzar el Gobierno de Díaz la población del País se calculaba en 9 millones. Para 1910, según el censo de ese año, se había alcanzado una cifra de 15.2 millones. Con esto el País apenas regresaba al nivel de población que se había tenido antes de la conquista: entre 16 y 20 millones de habitantes.

Quizá el mejor indicador del gran retroceso que vivió México durante la Revolución de 1910-1920 es la contracción demográfica. El censo de 1921 registró una población de 14.3 millones de personas, 900 mil menos que en 1910, a pesar de que lógicamente hubo muchos nacimientos en esos 11 años. De esto ha surgido el dogma tantas veces repetido que la Revolución dejó un millón de muertos.

No fueron los combates los que provocaron este descenso poblacional. A pesar de su importancia política, las batallas de la Revolución fueron relativamente pequeñas. Las bajas se elevaban apenas a algunos centenares, incluso en las batallas más importantes, como las de Celaya de 1915.

La caída de la población fue una consecuencia indirecta de la guerra. Muchos murieron de hambre o enfermedades, como la influenza, que se vieron acentuadas por las condiciones económicas y sociales generadas por la Revolución. Muchos también huyeron del País y se establecieron en Estados Unidos.

Los políticos han descrito la Revolución como una gesta gloriosa que construyó una democracia y un país más próspero y más justo. Las historias que la gente del pueblo ha contado a lo largo de casi un siglo, sin embargo, han sido muy distintas. Nos han hablado más bien de una «bola» que atacaba rancherías para robar, matar y violar. La caída en la población sugiere que esta visión popular es más correcta que la de los políticos.

Hay guerras que pueden ser dolorosas, pero que al final dejan transformaciones positivas. No fue éste el caso de la Revolución Mexicana. La democracia que según algunos se logró tras la renuncia de Díaz, en mayo de 1911, concluyó en febrero de 1913 con el derrocamiento y asesinato de Francisco Madero. Tendríamos que esperar muchas décadas más, por lo menos hasta 1997, para que el país empezara a vivir en democracia.

En cuanto a la prosperidad, la Revolución destruyó antes que edificar. Hasta la fecha, el 47 por ciento de los mexicanos vive en pobreza y el 18 por ciento en la miseria. Sin duda ha habido avances desde 1910, pero éstos han sido mucho menores de los de otros países del mundo que no tuvieron una revolución.

Al recordar los 100 años del inicio de la Revolución, deberíamos reconocer que esa contienda trajo destrucción sin cumplir ninguno de sus objetivos fundamentales. No parece que haya mucho que festejar este 20 de noviembre. Más bien deberíamos aprender las lecciones generadas por el gran fracaso de la Revolución Mexicana.

Cien años no son (casi) nada

Lorenzo Meyer

ElNorte.com 18 de noviembre 2010

Dos problemas.

En dos días se cumplirán 100 años del inicio oficial de la Revolución Mexicana –en el Plan de San Luis, Francisco I. Madero señaló: «El día 20 del mes de Noviembre, de las seis de la tarde en adelante, todos los ciudadanos de la República tomarán las armas para arrojar del poder a las autoridades que actualmente la gobiernan». Por la fuerza los mexicanos deberían recuperar la condición de ciudadanos, condición anulada de tiempo atrás por el gobierno de Porfirio Díaz. Sin embargo, el inicio de esa revolución se adelantó dos días, pues justamente hoy, hace un siglo, tuvo lugar el ataque de la policía y el Ejército a la casa del maderista Aquiles Serdán y de su familia, en Puebla.

Antes de intentar una interpretación del movimiento hoy centenario, conviene dejar en claro dos cosas. Primero, nunca es posible recrear de manera cabal el pasado; todo estudio histórico es sólo una mera aproximación a lo que realmente ocurrió. Segundo, al pasado siempre lo vemos y juzgamos desde las preocupaciones del presente. Y como ese presente está en constante cambio, es imposible una interpretación única y definitiva. Toda revolución es un proceso de destrucción y construcción que afecta y beneficia a intereses que siempre tienen su contraparte en la actualidad. Así pues, siempre habrá descontentos con lo que se hizo, por qué se hizo, cómo se hizo y con sus consecuencias. Es por ello que en ninguna época puede haber una interpretación única de la Revolución Mexicana o de cualquier otra, sino varias que compiten entre sí. Cada quien debe elegir entre la indiferencia frente al tema o adoptar la visión que más le cuadre, la que mejor le ayude a entender las circunstancias del país y las suyas propias.

Muerte.

En 1966 el historiador norteamericano Stanley R. Ross editó un libro entonces polémico y titulado «Is the Mexican Revolution dead?» (Knopf) que luego se tradujo como «¿Ha muerto la Revolución Mexicana?» (SepSetentas, 1970). Ahí se recogían las evaluaciones sobre la Revolución hechas por mexicanos, de Luis Cabrera a Adolfo López Mateos y por un puñado de extranjeros. Preguntarse en los 1960 si aún tenía vigencia el movimiento iniciado en 1910 era un indicador de que si el objeto de estudio no estaba muerto, ya lo parecía. 

Ross mostró que desde los 1940, Daniel Cosío Villegas o Jesús Silva Herzog habían dado por terminado el ciclo revolucionario, pero que otros, con un interés creado en mantenerlo vivo, insistían que esa revolución aún tenía y podía dar mucho. Ejemplos de esto último eran los discursos de las campañas presidenciales de los candidatos del PRI o las posiciones de quienes sostenían que, en tanto se mantuvieran vigentes los «ideales de la Revolución» (aunque no se cumplieran) ésta seguiría viva, lo que equivalía a declarar eterno el movimiento de 1910.

A la distancia.

Varias fueron las causas que desembocaron en el violento estallido social de hace un siglo, pero hoy vale la pena sacar algunas conclusiones de sus orígenes políticos.

Las condiciones de pobreza, explotación e injusticia en que vivían los mexicanos en 1910 no eran nuevas al punto que no se les puede considerar variables, sino constantes en la explicación de lo ocurrido entonces. La situación mexicana no era única, se daba con variantes en toda Iberoamérica, pero sólo en México desembocó en una revolución.

Lo peculiar de México a inicios del siglo 20 no eran ni sus condiciones sociales ni el proceso de modernización que estaba modificando el entorno económico, social y cultural –ferrocarriles, telégrafos, fábricas, minas, bancos, plantaciones, petróleo–, sino la aparente fortaleza del régimen porfirista y del Estado liberal surgido tras la restauración de la república.

El orden político mexicano de entonces tenía como centro una alianza oligárquica donde todos los «hombres fuertes» eran leales a un Presidente que desde 1884 se reelegía por sistema. Esa oligarquía era muy pequeña, formada por nacionales como Olegario Molina, Luis Terrazas, Enrique Creel, José I. Limantour, Pablo Escandón, Ignacio de la Torre, los García Pimentel, los Martínez del Río o los Madero y por extranjeros como Iñigo Noriega, Weetman Pearson, William Green o Edward Doheny. Además del círculo del gran dinero, Díaz creo otro, el de los «científicos», encabezados por Limantour, que servían como la base intelectual y tecnocrática del régimen; ahí estaban Francisco Bulnes, Miguel y Pablo Macedo, Justo Sierra, Emilio Rabasa y otra docena de cerebros.

Esta élite del poder, en la que hay que incluir también a algunos gobernadores como Teodoro Dehesa, a obispos como Eulogio Gillow o al general Bernardo Reyes, estaba unida por la figura de «el necesario» de Porfirio Díaz. Sin embargo, ese régimen tenía al menos dos problemas: lo estrecho y cerrado de una élite que impedía la movilidad social demandada por la modernización económica y, en segundo lugar, la ausencia de un mecanismo de sucesión para cuando la decadencia física del «necesario» obligara a sustituirlo.

La chispa y el pastizal seco.

La verdadera lucha por suceder a Díaz se inició dentro del círculo porfirista y formalmente tuvo un carácter electoral. Fue el poderoso general Reyes –enemigo de los «científicos»– quien la inauguró al crear por todo el país los «clubes reyistas» para ejercer presión sobre su jefe nato, Díaz, a fin de que éste hiciera efectivo en su favor lo que ya había declarado a una publicación extranjera: que México ya estaba listo para la democracia.

Cuando Díaz se negó a dejar la Presidencia y abrir el juego sucesorio en la cúpula –y sólo en la cúpula–, Reyes abandonó su proyecto, pero muchos reyistas de clase media se negaron a desmovilizarse y volvieron sus ojos a otro miembro de la oligarquía terrateniente, más joven y más descontento con la falta de oportunidades políticas: a Francisco I. Madero. Ante la nula voluntad de Díaz de empezar el camino de una sucesión más o menos ordenada y al insistir en tener como vicepresidente a un «científico» sin brillo (Ramón Corral), quedó claro que si Díaz moría, los «científicos» tomarían el control y el círculo del poder permanecería igual.

Las consecuencias de la cerrazón y la corrupción.

La pobreza absoluta de la mayoría, la creciente desigualdad social, la injusticia institucionalizada de un crecimiento económico que beneficiaba desproporcionadamente a los muy pocos fue el entorno a donde saltaron las chispas de la disputa por el poder en la cúspide. Ese entorno hizo que la aparente ingenuidad del llamado de Madero a la rebelión para defender el sufragio pronto se expandiera en la seca geografía social mexicana y el incendio obligara a Díaz a presentar su renuncia a la Presidencia con la esperanza de que Madero y los suyos controlaran el fuego que habían iniciado para obligar a la élite del poder a desechar, por estrecho, el traje político que le había confeccionado a la nación en los 1880. Sin embargo, justo como le había ocurrido a Hidalgo un siglo atrás, la rebelión de las «clases peligrosas» –Villa, Orozco, Zapata y miles más– no siguió el guión restringido planeado por Madero y el «llano en llamas» sólo se apagó cuando el fuego se quedó sin combustible.

Lecciones Las lecciones que deja 1910 para la actualidad son al menos dos. Una debería entenderla la cerrada derecha mexicana y está bien expresada por el príncipe de Salina en el «Gatopardo» de Giuseppe Tomasi de Lampedusa: hay que saber cambiar a tiempo para que todo siga más o menos igual. La Revolución no era inevitable, pero la hizo inevitable la cerrazón de Díaz y de la oligarquía y, cuando finalmente se vieron obligados a ceder, ya era tarde y todo el país pagó su mezquindad y falta de visión.

La segunda lección es hoy para todos. La Revolución Mexicana costó, directa e indirectamente, centenares de miles de vidas, pero el proyecto que finalmente elaboró para construir el futuro –la Constitución de 1917– no fue utópico, sino realista: combinaba una razonable dosis de justicia social con democracia política y sentido del nacionalismo. Sin embargo, la dirigencia revolucionaria no estuvo a la altura del proyecto y se dejó envolver por la corrupción.

A 100 años de distancia, México ya no se ve muy diferente de los otros países de la región que no tuvieron revolución. Si Díaz y su grupo hubieran sido inteligentes y un poco generosos, ellos y México se hubieran ahorrado muchos problemas. Si los líderes revolucionarios hubieran sido congruentes con su proyecto, el país sería otro, mucho mejor, y el sacrificio de la guerra civil se hubieran justificado. No ocurrió ni lo uno ni lo otro y la Revolución murió, pero sus problemas sobreviven.

Si no hubiera muerto.

Enrique Krauze.

El Norte, Monterrey, N.L., 14 de noviembre de 2010. Pág. 8 A.

Para Nina y Lorenzo Zambrano

El Centenario de la Revolución es un buen momento para plantear la más herética de las preguntas: ¿qué habría pasado si Madero, en vez de optar por las armas, hubiese persistido en la vía pacífica? Era posible. Tras recorrer todo el País en las primeras -y últimas- giras políticas genuinamente democráticas del siglo 20, el valeroso e idealista empresario coahuilense que en 1910 cumplía 37 años de edad gozaba de una simpatía general. Había construido las mejores «redes sociales» de aquel tiempo (y aun de éste), había fundado multitud de clubes democráticos, había levantado el ánimo cívico de México. El grito del momento era «¡Viva Madero!».

Al sobrevenir el fraude electoral Díaz lo mandó arrestar en San Luis Potosí, lugar donde proclamó el Plan que contenía la fecha exacta en que estallaría la Revolución. Pero supongamos que justo en ese trance, Madero decide consolidar su movimiento democrático, y funda una institución política permanente. ¿Cuál futuro le habría aguardado, a él y al País?

Díaz difícilmente lo habría fusilado. Llevaba años de acosar y encarcelar a los opositores, pero los tiempos de «Mátalos en caliente» (la feroz represión a los lerdistas en Veracruz, en 1879) habían quedado muy atrás. A los anarquistas, por ejemplo, los había condenado al ostracismo, no al paredón. En su ocaso, en el año del Centenario, «Don Porfirio» quería la gloria y la respetabilidad y por eso genuinamente temía «desatar al tigre de la violencia» que tan bien conocía desde sus años de rebelde. Con toda probabilidad, Madero habría recobrado la libertad.

Ese desenlace ¿habría sido mejor para México? La mitología histórica tiene la respuesta automática, pero a la luz del sufrimiento que provocó la Revolución cabe repensarla al menos un poco. Nadie sugiere que el orden porfiriano debía prevalecer. El liberalismo campeaba en los órdenes en que necesitaba modificarse (el social, el económico) y faltaba en el único que reclamaba su restablecimiento inmediato (el político, el democrático, el constitucional). Esta situación era injusta, anacrónica, inadmisible, insoportable, pero ¿era preciso estallar una Revolución para transformarla?

El envejecimiento de Porfirio, el ascenso mundial de las ideologías socialistas, la pujanza incluso del catolicismo social nacido de la Encíclica Rerum Novarum de León XIII confluirían tarde o temprano en la escena pública de México para forzar reformas en los campos y las fábricas. Conviene recordar que las reivindicaciones se habían iniciado ya en tiempos porfirianos, con la nacionalización de los ferrocarriles.

Admitamos, sin embargo, que en ese escenario el País habría cambiado con excesiva lentitud. Las reformas habrían parecido insuficientes (los hacendados y latifundistas, los dueños extranjeros de las grandes corporaciones petroleras y mineras, se sentían inexpugnables). Sólo un cambio radical, es cierto, podía modificar ese estado de cosas, desagraviar a los campesinos de Morelos, restituyéndoles la tierra. Y sólo un cambio radical podía llevar a cabo una Reforma Agraria.

Pero a la luz de las 750 mil vidas que se perdieron en el decenio 1910-1920 (quizá 250 mil de manera violenta, otras por hambre o enfermedad) la inocente pregunta se sostiene: ¿no hubiese sido preferible la reforma a la revolución? Nunca sabremos cuál habría sido la respuesta de la inmensa mayoría de los mexicanos que no tomó parte en la lucha. Los «revolucionarios» no les preguntaron su opinión a los «revolucionados». Vino la Revolución y a todos los «alevantó».

Aun aceptando que el estallido de 1910 tuviese más de un elemento inevitable, el desenlace de 1913 pudo ser muy distinto. Supongamos que las cosas hubiesen ocurrido tal y como sucedieron hasta febrero de 1913, con una sola modificación: Madero no muere en la Decena Trágica. Su salvación era posible.

Si tan sólo Bernardo Reyes no hubiera caído a las puertas de Palacio. Si Lauro del Villar, el fiel comandante de la plaza, no hubiese sido herido en ese mismo lance. Si Madero se hubiera refugiado con Felipe Ángeles o le hubiese encomendado el mando de las tropas. Si hubiera hecho caso a su hermano (y a su propia madre) y hubiera maliciado al menos un poco sobre las intenciones de Huerta. Si se hubiese separado de su vicepresidente Pino Suárez, ampliando las posibilidades de supervivencia del Poder Ejecutivo. O si simplemente hubiera ganado un par de semanas, lo suficiente para que Woodrow Wilson tomara posesión y presionara diplomáticamente a los golpistas por la inmediata liberación del Presidente. Ésos y otros escenarios eran posibles.

De no haber muerto Madero aquel aciago 22 de febrero de 1913, de haberse reincorporado a la Presidencia, ¿cuál habría sido la historia inmediata de México? No es imposible imaginar que Wilson, un idealista afín, habría consentido (con reticencias) algunas medidas de reivindicación nacional sobre los derechos y la propiedad originaria del subsuelo. En el aspecto agrario, Madero había encargado ya a economistas capaces (como Carlos Díaz Dufoo) proyectos de reforma que las nuevas generaciones de agrónomos educados en Estados Unidos (como Pastor Rouaix) podían haber instrumentado. Madero había favorecido ampliamente la libertad sindical, de modo que las reformas obreras (como el futuro Artículo 123) se habrían conquistado con toda probabilidad.

¿Y los caudillos populares? Pancho Villa sentía una devoción religiosa por Madero, que lo había convertido a su causa y lo había salvado de morir fusilado por Huerta durante la Rebelión Orozquista. Villa habría seguido siendo su incondicional. Zapata era mucho más reacio, quizá irreductible, porque su agravio era más antiguo, profundo y concreto. Pero Felipe Ángeles estaba logrando la pacificación de Morelos, entendía y justificaba la querella de los pueblos contra las haciendas, y habría logrado quizá tender un puente de negociación.

En la educación pública, donde los miembros del Ateneo de la Juventud -atraídos por Justo Sierra- ocupaban ya los puestos altos de la jerarquía académica, no es difícil imaginar a José Vasconcelos convertido en Ministro, como de hecho lo fue, en 1915. Todavía más: si México hubiera llegado en paz al estallido de la Primera Guerra Mundial, habría emulado a Argentina como proveedor de productos agrícolas y ganaderos. El 1915, a no dudarlo, habría traído consigo la epidemia del tifo y el 1918 la influenza española, pero el País, mejor pertrechado y sin guerra, se habría defendido mucho mejor de las plagas bíblicas restantes que azotaron terriblemente al País: el hambre y la peste.

La historia pudo ser distinta pero no lo fue. Madero murió asesinado, junto con la democracia mexicana, que tuvo que esperar 84 años (hasta 1997) para revivir. La Revolución ocurrió y trajo consigo cambios profundísimos, muchos de ellos positivos. Uno de ellos fue el renacimiento cultural, que cuesta trabajo imaginar dentro de las rígidas pautas del porfiriato o aun bajo los auspicios tímidos de Madero. La cultura mexicana en las primeras décadas del siglo 20 fue, en gran medida, producto de ese trágico y festivo «abrazo mortal» del mexicano con «otro mexicano», del que habló Octavio Paz.

Pero nuestra circunstancia actual (la violencia que ahora nos abruma y la democracia que practicamos de manera tan imperfecta) debería movernos a repensar el pasado: tal vez un futuro distinto aguardaba a México en 1910 o mucho más en 1913: un futuro de reformas sociales y económicas construidas en el marco de una democracia de lenta pero segura maduración. En lugar de eso tuvimos diez años de muerte (muerte redentora dirían muchos, pero muerte al fin) y 70 años de un sistema político «emanado de la Revolución» que nos condenó a la adolescencia cívica y nos privó de las instituciones y costumbres propias de un moderno Estado de derecho.

La Revolución nos dio identidad y cultura, y procuró seriamente la justicia social y la educación. Pero dejó tras de sí el gusto a «hombrearse con la muerte» y un régimen antidemocrático. Ése fue su legado dual, ambiguo, incierto. Por eso -como Juárez y Martí- Madero «no debió de morir, ¡ay! de morir».

Fue Cristiada choque utópico

Abraham Vázquez

El Norte, Monterrey, N.L., 26 de agosto de 2010. Sección Vida, Pág. 11.

<http://www.elnorte.com/libre/online07/edicionimpresa/default.shtm?seccion=primera&gt;

Las grandes utopías de la Revolución Mexicana no fueron ni el zapatismo ni el cardenismo ni el callismo, sino el jacobinismo anticlerical y el catolicismo teocrático que terminaron por chocar durante la Guerra Cristera, señaló el historiador británico Alan Knight.

Considerado una autoridad en temas de la historia nacional, Knight señaló que a diferencia de la Revolución Rusa de 1917, la Mexicana careció de un pensamiento utópico sólido que la hiciera aspirar a transformar radicalmente la realidad.

Los movimientos encabezados por Emiliano Zapata, Ricardo Flores Magón o Lázaro Cárdenas persiguieron sólo reformas en las leyes.

«El utopismo jugó un papel menor en la Revolución Mexicana, a diferencia de otras revoluciones como la Francesa, la Rusa y la China», dijo ayer durante su participación en el Congreso Internacional Utopía, Espacios Alternativos y Expresiones Culturales en América Latina, organizado por el Tec.

En cambio, las utopías que estuvieron presentes en la Revolución Mexicana fueron las que encabezaron los jacobinos, quienes buscaban un Estado donde se eliminaran las supersticiones y se impusiera la razón y, por otro lado, los cristeros, que buscaban construir una nación teocrática.

El historiador británico, profesor de historia en la Universidad de Oxford, señaló que ambas posturas eran proyectos de cambio radical hacia el futuro, como se pueden entender a las maxiutopías. Ambas terminaron por colisionar en la Guerra Cristera.

En los años 30 y 40, tras su derrota y negociar con los gobiernos revolucionarios de Manuel Ávila Camacho, una facción de la comunidad cristera, encabezada por Salvador Abascal, decidió establecer la colonia María Auxiliadora en Baja California, donde intentaron poner a funcionar su proyecto.

«Saludaban con un ‘Ave María Purísima’ y tenían que responder: ‘Sin pecado concebido'», contó Knight.

El proyecto duró apenas unos años, ya que los colonos, que eran 85 familias, terminaron por ceder ante la dureza del clima.

Usos de la historia heroica.

Enrique Krauze

Reforma.com 8 de agosto de 2010

http://www.reforma.com/editoriales/nacional/569/1137124/

El culto a los héroes es tan antiguo como la humanidad. Está en los griegos y romanos, en el Renacimiento y la Ilustración. En el siglo XIX, la idea del «gran hombre» y su consiguiente representación pictórica y estatuística tomó vuelo con la representación de Napoleón. En América Latina, donde Napoleón tuvo varios imitadores, prosperó la «Historia de Bronce», género de exaltación histórica que contribuyó a la formación y consolidación de los estados y las identidades nacionales. «Mi padre decía que el catecismo ha sido reemplazado por la historia argentina», escribió Borges. La frase vale, en mayor o menor medida, para todo el continente. Las historias patrias (con sus respectivos panteones de héroes) legitimaron la construcción del nuevo orden republicano, laico y constitucional, adoptando muchas veces las formas de devoción del antiguo orden religioso que habían desplazado. Frente al cielo católico -poblado de santos-, apareció el cielo cívico -poblado de santos laicos: caudillos, libertadores, tribunos, estadistas, presidentes, rebeldes, reformistas. En el siglo XX, el «culto a la personalidad» -fanática variedad del culto a los héroes- llegó a extremos delirantes en los países totalitarios de izquierda o derecha. Y como soles inextinguibles en la noche de la Historia, aparecieron los íconos modernos y postmodernos de la teología política: los santos revolucionarios.

En México practicamos con fervor la «Historia de Bronce». Desecharla es imposible y quizá indeseable. Si bien ya no aparece con tonos exaltados en los libros de texto gratuito, la inercia de la vieja historia oficial (maniquea, solemne, unidimensional) y el prestigio mágico de la palabra «Revolución» han probado ser más fuertes que la letra impresa. Los ritos y los mitos nacen, crecen y desaparecen cuando ellos quieren, no cuando los historiadores lo dictaminan.

Así como «cada santo tiene su capillita», cada héroe tiene su callecita… su plaza, su mercado, su pueblo, su ciudad, su estado, su poema, su estampita, su altar, su canción, su estatua, su óleo, su mural, su escuela, su institución, su cantina, su parque, su paseo, su leyenda y hasta su club de futbol. Vivimos inmersos en una nomenclatura heroica. Al mismo tiempo, cumplimos religiosamente con el santoral cívico: natalicios, muertes, batallas. En el día de la patria, los viejos ritos (el grito, la fiesta, la campana, el ondear de la bandera, el desfile) han seguido y seguirán celebrándose, con variantes, como cada 16 de septiembre desde 1825. Son nuestra humilde ración de sacralidad cívica en un mundo desacralizado. No hacen daño y, hasta cierto punto, hacen bien.

Si se me permite una anécdota personal, yo mismo descubrí por esa vía el amor a la historia. De niño, en el México radiofónico de los años cincuenta, fui -y lo confieso sin rubor- un emocionado escucha de «La Hora Nacional». A las diez de la noche en punto, enmarcada por la música de Moncayo, una voz grave pronunciaba las palabras sagradas: «Soy el pueblo, me gustaría saber»; en seguida venía la anécdota histórica de la semana. Recuerdo varias: Nicolás Bravo perdona a los asesinos de Leonardo, su padre; el niño artillero rompe el sitio de Cuautla; Guillermo Prieto antepone su cuerpo al de Juárez y exclama ante el pelotón que pretendía fusilarlo: «¡Los valientes no asesinan!». Entre las narraciones de la Revolución había una que me conmovía: en medio de una lluvia de balas, el maestro de literatura Erasmo Castellanos Quinto cruzaba el Zócalo para cumplir sus deberes en la Escuela Nacional Preparatoria. Ya en la adolescencia, mi padre nos llevó a mi hermano y a mí a recorrer la Ruta de la Independencia. Fue mi bautizo en la historia.

No veo cómo el cumplir con esos rituales o memorizar algunos (idealizados) episodios nacionales pueda afectar negativamente la sensibilidad y la imaginación de un niño. Suministrados en pequeñas dosis antes de la adolescencia, pueden favorecer el cultivo de una actitud que los ideólogos suelen confundir con el nacionalismo: el patriotismo. Agresivo o defensivo, el nacionalismo presupone la afirmación de lo propio a costa de lo ajeno. Es una actitud que pertenece a la esfera del poder. El patriotismo, en cambio, es un sentimiento de filiación: pertenece a la esfera del amor. Pero una vez pasado el umbral de la infancia, plantada la semilla del amor por este país, debe sobrevenir un sano y paulatino desencanto. La duda metódica y la búsqueda de la verdad deben desplazar a la admiración sentimental. La Historia de Bronce debe someterse a una crítica severa, en varias direcciones que exploraré en futuras entregas como un pequeño antídoto frente a los posibles delirios que traiga consigo el sonoro y rugiente mes de la patria.

Bicentenario: la cuenta regresiva

Enrique Krauze

Reforma.com 25  julio de 2010

http://www.reforma.com/editoriales/nacional/567/1132713/

Este año de 2010, todos lo sabemos, tiene una doble significación: coinciden el Bicentenario del inicio de la Guerra de Independencia y el Centenario del comienzo de la Revolución. Pero en el ambiente flota una duda legítima: ¿debemos festejar, celebrar o únicamente conmemorar? Las tres son voces latinas. Festejar, la más pagana de las tres, es celebrar por todo lo alto, con vino y música, como hacían los romanos con sus Césares. Celebrar tiene en el origen una acepción religiosa, por ejemplo en la misa: es un acto más bien solemne y público de reverencia o veneración. En cambio, conmemorar supone una acción modesta, casi neutra: es el simple acto de recordación.

Hace exactamente cien años, Porfirio Díaz no tuvo necesidad de consultar el diccionario: sus partidarios conmemoraron, celebraron, festejaron, todo al mismo tiempo. México cumplía cien años, Porfirio ochenta, y en homenaje a ambas biografías entreveradas el régimen decidió echar la casa por la ventana invitando a embajadores y enviados plenipotenciarios de más de una veintena de países para dar cuenta del progreso, el orden y la paz alcanzados por un país que, durante la primera mitad del siglo XIX, había sido el penoso teatro de pronunciamientos, guerras y revoluciones. En septiembre de 1910, la ciudad capital y las de provincia fueron escenario ininterrumpido de discursos, develaciones, comidas, inauguraciones de obras públicas, desfiles, veladas, conferencias, conciertos, congresos, concursos. Nadie faltó a la cita: España devolvió las prendas de Morelos; China y el Imperio Turco Otomano regalaron relojes que milagrosamente se preservan; Alemania develó una estatua de Humboldt, y el enviado de Estados Unidos celebró en Díaz al «héroe de la Paz». Se vivía la Belle Époque. Fue la apoteosis.

Sabemos lo que pasó poco después. Los fuegos de artificio de las Fiestas del Centenario dieron paso a los fuegos de metralla de la Revolución Mexicana, fuegos que no se apagaron definitivamente sino hasta veinte años más tarde. Ha transcurrido un siglo. Nuestro tiempo tiene algunos aspectos positivos pero nadie se atrevería a calificarlo como una Belle Époque. Y es tal el cúmulo de problemas antiguos y nuevos (la pobreza, la desigualdad, la criminalidad, el tráfico de drogas, el deterioro ambiental) que celebrar o festejar se antoja casi inmoral. En su fatalismo, algunos en México han esperado que en 2010 ocurra -como cada cien años- una nueva revolución. Seguramente no ocurrirá. La historia no obedece a ningún libreto.

Pero el hecho es claro: no hay apoteosis posible en 2010. ¿Debemos lamentarlo? Por el contrario. Hemos perdido la unanimidad pero hemos ganado la pluralidad, y la pluralidad es más propia de la democracia. Por eso no habrá un solo Bicentenario: habrá muchos Bicentenarios.

En el marco de esa pluralidad, el Gobierno Federal tiene la enorme responsabilidad de encontrar (¡a estas alturas!) el perfil y el tono adecuados para las fiestas que organice. La comunicación hasta ahora ha sido desastrosa. Si bien se han tomado iniciativas meritorias que la crítica interesada nunca reconocerá (varias exposiciones, programas audiovisuales, reparto masivo de libros, digitalización de obras importantes, acopio de «historias de familia», etc.), aun éstas se han comunicado muy mal. Y al mismo tiempo se ha incurrido en torpezas, fruto de la impreparación y la improvisación. Un error que me parece evidente es el contenido general de varios instrumentos de divulgación histórica (cursos, cápsulas, carteles, etc…). Confunden la biografía con el culto trillado, sentimental y anecdótico de «los héroes». No concuerdan siquiera con los libros de texto actuales. Y tampoco concuerdan con el sentido del lema que invita a conmemorar lo construido en dos siglos, no sólo lo acontecido en dos fechas.

Desde 2007 sugerí que la conmemoración se dividiera en dos: obras perdurables en torno a la Independencia, discusiones abiertas y plurales en torno a la Revolución. «Discutamos México» ha logrado lo segundo. Pero no veo (y creo que el público tampoco ve) dónde está la obra que va a quedar para las generaciones. Es necesario que el gobierno explique, sobre todo en la radio y la televisión, lo que se ha hecho, lo que se hará y dejará de hacer. Y abrirse a la crítica. Exactamente lo mismo cabe pedirle al Gobierno del D.F., a los gobiernos de los estados y a las instituciones académicas.

Más allá de las obras y las discusiones (que deberían ser lo central), persiste la duda: ¿festejar, celebrar, conmemorar? Yo me inclino por el justo medio: celebrar, sí, pero con medida. Los carros alegóricos son una tradición, serán muy vistosos y aplaudidos. Y varios espectáculos que han probado su eficacia merecen también formar parte de los festejos del 15 y 16. Pero sería un error tirar la casa por la ventana en montajes muy costosos que durarán dos días, más aún si tienen como escenario único la capital.

Con esas salvedades, las cosas, a fin de cuentas, pueden salir razonablemente bien. A pesar del desánimo nacional, tendremos una oferta plural de visiones de la historia, guardaremos alguna obra perdurable, daremos una vez más el Grito, veremos el desfile y por un momento fugaz sabremos lo que significa ese valor tan escaso y tan preciado en estos tiempos: la fraternidad.

Historia con aerosol

Enrique Krauze

Reforma.com, 4 de octubre de 2009.

<http://www.reforma.com/editoriales/nacional/521/1040453/default.shtm&gt;

Han comenzado a escucharse las voces agoreras del 2010. La historia mexicana -dicen- siempre llega puntual a su cita con la violencia. De ser así, 2010 no será sólo el año del Bicentenario de la Independencia y el Centenario de la Revolución sino el comienzo de una nueva conflagración. «Nos vemos en el 2010», advierten algunos grafiteros. En semanas recientes hemos sido testigos de diversos petardazos en la capital del país y otras ciudades del interior. Una de las explosiones se la adjudicó, a través de su página web, la «Alianza Subversiva por la Liberación de la Tierra, Animal y Humana». La revista Proceso entrevistó a Jorge Lofredo, director del Centro de Documentación de los Movimientos Armados, que explica: «Algunos grupos llevan incluso nombres de anarquistas famosos, como ocurre con las Células Autónomas de Revolución Inmediata Praxedis G. Guerrero, bautizadas así en honor a ese anarquista opuesto al porfiriato, vinculado a los Flores Magón y muerto durante una de las primeras acciones armadas de la Revolución Mexicana».

La filiación de quienes han reivindicado los actos recuerda, en efecto, las proclamas incendiarias de Regeneración, el periódico que publicaba desde el exilio nuestro mayor anarquista: Ricardo Flores Magón. Hace 99 años, el sábado 1º de octubre de 1910, el diario incluía «balazos» como éste: «Mexicano, tu mejor amigo es un fusil»; advertencias como ésta: «Llora, tirano, tu ruina inevitable y próxima»; precisiones como ésta: «… el triunfo del pueblo mexicano tendrá exactitud matemática, pues el producto de los despotismos ha sido siempre la rebelión. La revolución es una necesidad impuesta por las circunstancias»; y textos reveladores, como éstos:

«Tierra». La tierra pertenece a unos cuantos y el resto vive sufriendo la humillación del salario o del hambre. ¡Tierra! han gritado todos los rebeldes de la humanidad y ¡Tierra! grita la Revolución Mexicana. Esclavos, empuñen el Winchester y láncense a la lucha gritando «¡Tierra y Libertad!» Ricardo Flores Magón.
«Dulce paz». En la dictadura, todo se sacrificó en aras del mito de la paz: dignidad, derechos, libertad, el pan, el pensamiento. «Paz dulce, paz divina. Adoremos la paz. Conservemos la paz al precio de la tranquilidad, de los afectos más queridos y aun de la misma vida, han sido las palabras que abyectos labios han pronunciado sin cesar al oído del pueblo sacrificado». Praxedis G. Guerrero.

¿Hay bases para trazar un paralelo? ¿Hay motivos de alarma? Si nos atenemos a lo visto en las últimas semanas, no lo creo. A diferencia de los preocupantes reportes sobre el fortalecimiento de la guerrilla en ciertas zonas del sur de México, las acciones de los grupos anarquistas son hechos aislados. En principio, estos grupos están errados por partida triple: son malos lectores de la historia anarquista, malos lectores de la historia mexicana y malos lectores de la historia sin más.

El editor catalán Ricardo Mestre, el más noble anarquista que ha vivido en México, fundador de una magna biblioteca sobre el tema, abjuraba de la violencia. «Por tirar bombas -decía- el anarquismo manchó su nombre y logró que se olvidara su vasta aportación histórica». Los anarquistas inventaron la noción de seguridad social y el sindicalismo (llamado originalmente anarco-sindicalismo) que los socialistas y aun los marxistas expropiaron cuando el anarquismo se volvió sinónimo de violencia. Los anarquistas (Proudhon, Bakunin) previeron con claridad la naturaleza totalitaria del marxismo y fueron las primeras víctimas del leninismo, pero sus anticipaciones cayeron en el vacío debido a la tradición violenta. Los anarquistas diseñaron asequibles y modestas utopías rurales (Kropotkin) y criticaron con agudeza e imaginación el gigantismo burocrático del Estado mexicano nacido de la Revolución (Frank Tannenbaum), pero nadie recuerda ahora esas ideas ni les da mayor crédito. Las borró la violencia.

El binomio 1810-1910 es una coincidencia numérica. La lucha de 1810 era probablemente inevitable. Ocurrió en casi toda la América hispana. Tenía motivos estructurales (el viejo resentimiento criollo, por ejemplo) y coyunturales (la ocupación napoleónica en España). Pero el estallido de 1910 era perfectamente evitable. Sucedió por el empeño de Porfirio Díaz en aferrarse al poder hasta 1916. Bernardo Reyes era el heredero adecuado: hubiera honrado a Díaz y seguido los aspectos positivos de su obra (que el maniqueísmo niega, hasta la fecha) pero al mismo tiempo hubiese gobernado con el sentido social que faltó a éste. La conclusión es simple: 2010 no tiene por qué recrear 1810 o 1910. Nuestros problemas son enormes, pero debemos seguir abordándolos en el marco de nuestras instituciones.

La idea de la historia como un proceso cíclico es un mito tan atractivo como falso. La modernidad nace justamente cuando se concibe la historia como una ruta abierta, con progresos y retrocesos, víctima frecuente del azar, las fuerzas impersonales y la naturaleza, pero siempre susceptible de transformarse con actos de imaginación y libertad. Las transformaciones perdurables del mundo occidental fueron producto de reformas, no de revoluciones. El año que viene debemos recordar 200 años de edificación nacional, no sólo dos fechas de violencia.

Los anarquistas suelen signar con aerosol una letra A dentro de un círculo. Han concebido el 2010 como el escenario de un ritual. Pero la historia no se rige por la magia ni la superstición. La historia es, sobre todo, construcción colectiva, construcción en libertad.

Nueva crisis en México

Enrique Krauze

El Norte, Monterrey, N.L., 7 de febrero de 2010

«Una buena manera de conmemorar el Año del Centenario -me comentó un joven amigo- es recordar a sus críticos, como Daniel Cosío Villegas, autor del famoso ensayo ‘La Crisis de México’, en el que hizo una condena implacable de la Revolución Mexicana». A sabiendas de que yo había publicado (hace la friolera de 30 años) una biografía del historiador, convinimos en conversar sobre el tema. Su interés primordial era averiguar qué tanta vigencia tiene hoy ese ensayo, sobre todo sus acerbas críticas al PAN y a la derecha. El diálogo fue largo y sustancioso. Me propongo dedicar algunos artículos a transcribirlo.

Comenzando por el contexto, me preguntó: «¿Cuál fue el impacto de ese ensayo crítico en su momento? ¿Cuáles fueron las circunstancias personales en que se escribió? ¿A qué casos concretos se refería Cosío Villegas al hablar del fracaso de la Revolución? ¿Son vigentes sus críticas principales?». Éstas fueron mis primeras respuestas.

Creo, en efecto, que es muy oportuno recordar ese ensayo, muy citado y mal leído. Algunas de sus tesis son vigentes, otras no. Don Daniel lo publicó en «Cuadernos Americanos» a fines de 1946, poco antes de la llegada al poder de Miguel Alemán. Fue visto como una herejía: se le vino el mundo encima. Lo llamaron el «enterrador de la Revolución». Pero es necesario precisar: en ese ensayo, Cosío Villegas no condenó la Revolución Mexicana sino sus sucesivos gobiernos (encabezados por Obregón, Calles, Cárdenas y Ávila Camacho) por haber incumplido, o cumplido muy a medias, con sus promesas fundamentales.

Cosío Villegas -como sus compañeros de la llamada Generación de 1915- fue un creador de instituciones. Aquellos jóvenes habían vivido y padecido el furor destructivo de la Revolución, por eso quisieron dedicar su vida a crear una obra de beneficio colectivo. Las fundaciones de esa generación intelectual fueron muchas y perdurables. Cosío Villegas -por entonces director del Fondo de Cultura Económica, a sus 48 años de edad- se propuso hacer un balance de lo que los políticos de la Revolución habían construido; el resultado, a sus ojos, era muy pobre. Pensó que era el momento de denunciarlo. Ése es el origen del ensayo.

Daniel Cosío Villegas analizó con lucidez cinco fracasos: la democracia, la reforma agraria, el movimiento obrero, el nacionalismo y la educación. A la Reforma Agraria, por ejemplo, le reclamó su falta de visión, iniciativa, técnica, consistencia y honradez en el problema del campo. Y fue más lejos. Señaló que el reparto indiscriminado de tierra había sido una medida «simplista» y -en clara referencia a Cárdenas, a quien por otros motivos admiraba- condenó «el afán de hacerse pasar como el más entusiasta dispensador de tierras».

Pero quizá la crítica más pertinente el día de hoy es la que hizo al movimiento obrero. Lo consideró «desorbitado», «irresponsable», «deshonesto», «carente de visión superior» y dependiente del Estado. Sobre este punto particular opinó: «Los gobiernos revolucionarios sin respetar siquiera la apariencia de conciliador amigable o de arbitrador imparcial, han optado casi siempre por el obrero, sin importarles cuan notoriamente injusta o grotescamente pueril fuera la causa concreta que en un momento defendía el obrero». Y dijo más: el «maridaje» entre el Gobierno y los sindicatos degradaba a los obreros de manera irreparable e impedía al Gobierno resolver problemas vitales como el del petróleo o los ferrocarriles.

Dictamen durísimo, que parece escrito hoy, a propósito de las inercias de un sindicalismo que, como en el caso petrolero o educativo, merece aquellos adjetivos y mantiene esos mismos privilegios. El juicio de don Daniel también es vigente como crítica a la corriente de opinión que sigue considerando intocables a los sindicatos, aunque ejerzan la vergonzosa cláusula de exclusión, aunque desconozcan la democracia interna y la transparencia, aunque las empresas públicas que controlan ofrezcan un servicio pésimo al consumidor.

Cosío Villegas hubiera querido ver al campesino convertido en un agricultor próspero e independiente, y al obrero en una persona combativa en la defensa de sus derechos, pero también responsable y respetuosa del régimen jurídico. Se trata, en suma, del ideario de un liberal, con claro sentido social, pero ante todo de un liberal. Ahora hay quien considera «conservadoras» o «de derecha» posturas similares. Pero entonces habría que pensar que don Daniel fue un «conservador de derecha». Y como cualquiera que lea «La crisis de México» podrá darse cuenta, estaba a años luz de serlo.

Entre 1910 y 2010

Enrique Krauze

El Norte, Monterrey, N.L., 21 de febrero de 2010.

En «La crisis de México», ensayo publicado por Daniel Cosío Villegas en 1946, se lee: «La Revolución acabó violentamente con la jerarquía del porfiriato que concentró la riqueza en unas cien familias y con la mayoría de la población en la pobreza». El amigo al que me referí en mi anterior artículo, me formuló una serie de preguntas sobre el tema. Parece convencido de la justificación e inminencia de una insurrección popular. Por eso ha leído el ensayo de don Daniel como una doble clave adivinatoria: lo que llevó al pueblo a las armas en 1910 corresponde a lo que ocurre ante nuestros ojos en 2010: la pobreza, la desigualdad, la servidumbre ante Estados Unidos. Mis opiniones son distintas.Creo que entre 1910 y 2010 hay menos semejanzas que diferencias. Transcribo enseguida el diálogo.

¿Un siglo después existen condiciones semejantes a las que dieron origen a ese movimiento que, según don Daniel, «fue en realidad el alzamiento de una clase pobre y numerosa contra una clase rica y reducida»?

Las condiciones actuales no sin similares ni comparables. La desigualdad y la pobreza siguen siendo una realidad inadmisible, pero el México de 2010 es muy distinto al México de 1910. Somos un país urbano, hay una clase media, hay instituciones públicas y programas sociales que operan, somos una economía media en el mundo, hay una democracia en proceso de consolidación, hay pluralidad política. Poco de esto existía en 1910.

En cuanto a la frase de don Daniel, bueno, hasta los grandes maestros pueden exagerar. Él mismo modificó con los años su noción del Porfiriato y admitió que tuvo aspectos positivos en el ámbito del desarrollo material y las relaciones internacionales. Por otro lado, su afirmación sobre los revolucionarios es sencillamente errónea: en el momento álgido de la Revolución, digamos en 1915, había a lo más 100 mil hombres en armas, en un país de 15 millones. ¿Qué actitud tenían los restantes 14 millones 900 mil? Unos simpatizaban, otros no, pero la mayoría sufrió la violencia, la enfermedad y el hambre. Por eso Luis González, el gran amigo y discípulo de don Daniel, predicaba la necesidad de estudiar no sólo a los revolucionarios sino a «los revolucionados», que eran la vasta mayoría.

«La aspiración única de México», escribió Cosío Villegas, «es la renovación tajante, la verdadera purificación, aspiración que sólo quedará satisfecha con el fuego que arrase hasta la tierra misma en que creció tanto mal». ¿Qué pensar de esta cita aplicada a la circunstancia de hoy?

La cita corresponde al durísimo pasaje donde don Daniel habla de la corrupción: «es la deshonestidad, más que ninguna otra causa, la que ha rajado el tronco mismo de la revolución mexicana». ¡Y pensar que escribía esto en 1946! Cabe señalar que cuando alude fogosamente a la palabra «purificación» o habla de «depurar» no lo hacía como un Savonarola; pensaba sencillamente que México necesitaba en los cargos públicos hombres patrióticos, visionarios, desinteresados, capaces, pero sobre todo honrados. En 1946 el ciudadano no tenía muchas opciones para elegir a esos hombres. Ahora las tiene un poco más. Como el liberal que siempre fue, Cosío Villegas no hubiera desestimado nuestras conquistas democráticas. Aunque nos pueden parecer exiguas, son fundamentales.

Cosío Villegas alertó que si México no se orientaba pronto y firmemente, podría no tener otro camino que el de «confiar sus problemas mayores a la inspiración, imitación y la sumisión a Estados Unidos». ¿Qué tanta razón tuvo en ese punto?

El TLC y la migración nos han acercado a Estados Unidos. La dependencia económica es, por supuesto, excesiva. Pero no creo que quepa hablar propiamente de sumisión, al menos no en términos culturales, que son a los que aludía Cosío Villegas. México sigue siendo México. (Hace años, Samuel Huntington, ya fallecido y con quien hice públicas mis diferencias, alertaba por el contrario que Estados Unidos estaba a punto de mexicanizarse).

Don Daniel receló siempre, justificadamente, de la política exterior de los Estados Unidos en América Latina. En 1947 profetizó el advenimiento de un régimen comunista en la zona, como reacción a la soberbia yanqui. Recordemos que él mismo padeció el acoso del macartismo, que le quitó la visa. Fue, en suma, un crítico permanente de Estados Unidos y de la americanización de nuestra cultura. Dicho lo cual, aseguraba no compartir «hasta por razones físicas, orgánicas, la fe, la teoría y los métodos del comunismo». Por eso, durante la Guerra Fría se inclinó por los valores liberales y democráticos de Occidente.

Mi amigo meneó la cabeza: no quedó convencido. Pero hay un tema que lo atraía mucho más: ¿qué tan vigente es hoy la acerba crítica que hizo Cosío Villegas a la derecha en 1946? Ahí sí veo más semejanzas que diferencias, pero me las reservo, querido lector, para una próxima entrega.

La derecha hoy

Enrique Krauze

El Norte, Monterrey, N.L., 7 de marzo de 2010.

En la parte final del ensayo «La crisis de México» (1946), Daniel Cosío Villegas aseguraba que, al cabo de seis años, las diferencias del gobierno priista con los partidos conservadores podrían ser tan insustanciales que «éstos podrían acceder al poder no ya como opositores del Gobierno sino como hijos legítimos». El amigo al que me he referido en mis dos anteriores entregas me cuestiona: «¿Ocurrió así?».

No ocurrió así. El hecho histórico -le contesto- es que el PAN tardaría otros 50 años en llegar al poder.

A la salida de Gómez Morin, en 1949, y al menos por una década, el PAN se hizo cada vez más conservador, lo cual le restó mucha fuerza. En cambio, el PRI se renovó y fortaleció: en 1952, a sólo seis años de aquella profecía, Adolfo Ruiz Cortines dio inicio a un ciclo de 18 años de una relativa prosperidad para el País, que el propio Cosío Villegas reconoció. Sólo la brutal reacción oficial en 1968 lo haría cambiar de postura.

Mi amigo insiste: ¿acertó Cosío Villegas cuando vaticinó que «el PAN se desplomaría al hacerse gobierno»? Y el PAN actual, «¿no se ha desplomado ya?».

A mediados de los 60 -le respondo- el propio Gómez Morin temía ese hipotético desplome. Por eso confesaba que el PAN no estaba preparado para convertirse en gobierno y que si, por un accidente o por un error del Gobierno se abría la oportunidad, «tendría que convocar a un gobierno de unidad nacional».

Creo que ese razonamiento del fundador del PAN seguía siendo válido en el 2000 cuando, tras 60 años de «bregar eternidades» y sin experiencia de gobierno, el PAN ganó las elecciones presidenciales. Y era aún más válido en 2006. No se ensayó y fue una lástima. Tras nueve años en el Poder Ejecutivo, el PAN aún no se ha «desplomado» pero su situación es sumamente precaria, como se vio en las elecciones intermedias.

Las razones del desencanto ciudadano son varias: en el tramo de Fox, frivolidad e irresponsabilidad; en el de Calderón, improvisación e inconsistencia. Pero acaso lo más grave para el PAN es haber perdido buena parte del capital moral que construyó durante décadas, esa percepción de decencia que inspiraba en mucha gente.

En el 2000 dejó ir la oportunidad de denunciar frontalmente la corrupción de regímenes anteriores, y esa pasividad se interpretó -con plena razón- como complicidad con el viejo PRI. Los casos de corrupción en el Estado de México, Nuevo León, Jalisco, etc… también han dañado su credibilidad. No actuar contra esos infractores ha sido suicida. En el futuro muy próximo, la vieja profecía de Cosío Villegas puede volverse realidad: el PAN, en efecto, puede «desplomarse».

»Para Cosío en 1946″, comenta mi amigo, que no ceja, «el PAN contaba con dos fuentes únicas de sustentación: la Iglesia y el desprestigio de los regímenes revolucionarios; no tenía principios ni hombres y poco o nada había dicho para reorganizar las instituciones del País. ¿Tenía razón? ¿Hoy es vigente ese diagnóstico?».

Entre el PAN de entonces y el PAN de hoy -le explico- existen diferencias y semejanzas. Vayamos punto por punto. La sustentación del PAN, menguante pero todavía sustancial, no reside sólo en su filiación clerical o su prestigio opositor. La Iglesia no está ligada al PAN de manera exclusiva. (Por momentos parece más ligada a un sector del PRI, que ha decidido dar la espalda a su tradición laicista).

En cuanto a las tendencias ultramontanas dentro del PAN, en ese partido siempre existió una corriente más abierta como la que en los años 60 representó Christlieb Ibarrola. Para mí, aun esa corriente era y sigue siendo insuficientemente liberal. Hoy ambas corrientes subsisten, pero la ultraconservadora -presente en varios estados y municipios- daña mucho a ese partido.

En los años 40, el PAN sí tuvo líderes y principios. Si uno revisa las sesiones de la Cámara de Diputados en esos años, se encuentra con iniciativas democráticas (como la creación de un IFE) que México no retomaría sino hasta los años 90. Pero junto a esos líderes cívicos y a esos principios democráticos coexistió siempre la vertiente que en la Segunda Guerra Mundial simpatizó con el Eje. Esa vertiente sigue siendo enemiga jurada del pensamiento liberal en todos sus ámbitos.

Mi amigo lanza su último cuatro de espadas: «Con las derechas en el poder -según decía Cosío Villegas- la mano velluda y maciza de la Iglesia se exhibiría desnuda», persiguiendo a los liberales, junto con la «prensa intolerante, incomprensiva, servidora ciega y devota de los intereses más transitorios y mezquinos. ¿No es lo que estamos viendo?».

Esa «mano» -le explico- no dejó nunca de hacer público su rechazo a las corrientes liberales de pensamiento. Y le doy un ejemplo personal. Un adalid clerical, don Salvador Abascal, publicó un libro en mi contra demoliendo, según él, mis ideas y textos liberales. Pero ahora lo lamentable es que ese papel inquisitorial lo ha adoptado un sector de la prensa doctrinaria y muchos intelectuales de izquierda, que descalifican como «de derecha» o «centro derecha» al pensamiento liberal. Se trata del mismo odio. En el caso de Abascal era odio teológico. En el caso de la izquierda es odio ideológico. Gente que confunde el pensamiento con el anatema.

En un par de semanas, querido lector, la culminación de esta pequeña serie en homenaje a Cosío Villegas, nuestro gran liberal.

Han fallado los hombres.

Enrique Krauze

El Norte, Monterrey, N.L.,  21 de marzo 2010

El amigo con quien conversaba sobre la vigencia de «La crisis de México» reservó para el final sus preguntas más incisivas y actuales. Transcribo el remate del diálogo:
 
-Don Daniel decía que la Revolución Mexicana fracasó porque sus hombres, «sin exceptuar a ninguno», fueron inferiores a las exigencias de ella. ¿Con la democracia ocurre algo análogo?

-Así lo creo. Los hombres que han encabezado al País, digamos de 2000 a la fecha, tanto en el gobierno como en el Congreso, han estado muy por debajo de las exigencias históricas. Cosío Villegas decía que habían sido «magníficos destructores» pero que «nada de lo que crearon… ha resultado sin disputa mejor». No creo que las generaciones actuales hayan sido más destructivas que constructivas. Después de todo, han construido la democracia que nos rige. Pero es verdad que Fox destruyó la hegemonía del PRI sin transformar las estructuras del País. Por su parte, el principal líder de la Oposición, Andrés Manuel López Obrador, habló expresamente de «mandar al diablo las instituciones», y hasta cierto punto lo cumplió. El daño que hizo a la confianza del ciudadano en las instituciones electorales fue muy profundo. En cuanto a Calderón, sobra quien piensa que con su guerra contra el narco ha destruido la paz. Yo, aunque he expresado serias dudas sobre la instrumentación de esa guerra, creo que era impostergable: hay pruebas suficientes de que el poder del narco estaba carcomiendo por dentro al Estado, desde el nivel municipal al federal.

-¿Cómo se explica que Fox y Calderón hayan mantenido el «maridaje» con los sindicatos petrolero y educativo, y en general las alianzas con el PRI?

-La situación postelectoral en el 2006 era incierta y llena de riesgo para un país como México, con 80 años de continuidad institucional. El candidato del PRD se negó a aceptar su derrota y sacó a la gente a las calles. La Ciudad de México estaba tomada. En esa circunstancia, el Presidente, para efectos de gobernabilidad, echó mano de los viejos pilares del sistema: el Ejército y el sistema corporativo. Han pasado más de tres años. Ahora esas alianzas no se justifican. Si se actuó contra el Sindicato de Luz y Fuerza, no veo razón para no actuar con el mismo rigor en los casos que mencionas. Es allí donde la dura crítica de Cosío Villegas al «maridaje» entre gobierno y sindicatos sigue vigente. En los sindicatos hace falta democracia, transparencia, derogación de la cláusula de exclusión. Nos urge una reforma laboral.

-¿Qué puede ofrecer Calderón a los mexicanos en su segundo trienio, cuando el año próximo la población ganará menos y pagará más? ¿Se perfila otro sexenio perdido?

-Es verdad. Llevamos 30 años de desastre económico, primero populista, luego neoliberal. Y allí seguimos, empantanados, sin imaginación económica.

-Después del sexenio de un panista advenedizo -Vicente Fox- y la mitad de otro encabezado por un autodenominado «doctrinario» -Felipe Calderón-, ¿qué evaluación hace de casi una década de ejercicio del poder del PAN?

-El PAN tuvo siempre la vocación de oponerse al poder, no la vocación de ejercer el poder. Por eso formó buenos cuadros en el ámbito legislativo, pero no en el ejecutivo. Y por eso buscó un líder por fuera de sus filas. Fox tuvo el mérito de catalizar la oposición nacional al PRI y abrir paso a la alternancia. No obstante, como gobernante, fue una gran decepción: no deslindó la esfera política de la esfera privada, empresarial y religiosa, y tuvo actitudes de marcada irresponsabilidad y frivolidad. Para mí lo más triste es que desperdició su capital político inicial: perdimos una oportunidad de oro para empujar las reformas estructurales que el País necesita con tanta urgencia. Pero también hubo aciertos: abrió las puertas de la Capital a los neozapatistas, introdujo la Ley de Transparencia, el Seguro Popular y un buen programa de vivienda.

Calderón pertenece a una nueva generación panista, mucho más fogueada. El contexto nacional e internacional en que ha gobernado ha sido inusualmente difícil. Su gobierno ha sido de claroscuros. Creo que en su gestión ha habido inconsistencia e improvisación. Sus gabinetes han sido mediocres y endogámicos. En su manejo de la crisis económica ha vuelto a cometer el grave error de los sexenios anteriores, es decir, ceñirse a una ortodoxia ineficaz en vez de ensayar ideas alternativas. Como es costumbre en el PAN, ha sido indiferente a la cultura. Su política exterior en América Latina, en particular con respecto a Cuba y Venezuela, me parece totalmente errada. Pero le acredito, entre otras cosas, la reforma de las pensiones en el ISSSTE, el manejo técnico de las inundaciones en Tabasco y la respuesta en la crisis de la influenza. Creo también que la liquidación de Luz y Fuerza fue un paso necesario y que la reforma política que ha propuesto abre una oportunidad para que el Congreso inaugure una etapa de equilibrio entre los poderes y amplíe la participación ciudadana en los asuntos públicos.

-¿De dónde puede venir el cambio que el País requiere?

 -Lo he dicho en muchos foros y artículos. El cambio que el País requiere debería venir de la izquierda. Al igual que en España, Brasil o hasta hace poco Chile, creo que una izquierda «reformada» -subrayo el adjetivo- sería la mejor opción histórica para transformar de raíz el rumbo de México. Pero este deseo es seguramente utópico porque en su mayoría la izquierda mexicana del siglo 21 actúa y piensa como la Iglesia del siglo 19: es intolerante y es conservadora porque vive fija en el pasado. Su paradigma sigue siendo el «nacionalismo revolucionario». No veo en el horizonte ningún Felipe González, Fernando Henrique Cardoso, Lula o Bachelet mexicanos.

-¿Cuál sería la postura de don Daniel frente al 2012? 

-Creo que el mayor liberal de nuestro siglo 20 no se vería representado ahora por ninguna fuerza política.

Y de paso le digo: yo tampoco. Los liberales no tenemos representación en el espectro político nacional.

 

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